Juan Manuel Gámez Andrade
Cronista de
Tehuacán
En la década de
los años veinte vivió en Tehuacán una modesta familia constituida por el padre,
la madre y un chiquitín de cerca de nueve años, a quien por cariño le llamaban Tití y una hermana, que ya entrada en
años, residía en la ciudad de México a donde había ido a radicar con el fin de
encontrar un campo más vasto para su aprendizaje de ciencias y artes modernas.
De cuando en
cuando el padre salía con Tití a dar
un paseo por el zócalo, porque al niño le gustaba mucho oír a las urracas, que
a las cinco de la tarde iban a los copados árboles en busca de albergue. Se
deleitaba viendo a los señores, que enojados, alzaban la vista, y luego,
quitándose el sombrero, sacaban el pañuelo para limpiar la mota blanca que
antes no tenían.
El padre, luego
que comprendió que su hijo ya necesitaba de una instrucción más amplia, pues
éste ya estaba en edad de ello, lo trasladó de la escuela de Chuchita, donde Tití había aprendido a leer, a la de don Manuel Valderrama, que por
entonces estaba en la calle del Toro y gozaba de la mejor reputación en toda la
ciudad.
Pronto demostró el
niño lo que era: guerrista como todos, desatento en las clases y un poco flojo
para aprender las lecciones. No tardó mucho tiempo sin que su buen maestro lo
reprendiera duramente, le llegara a pegar sus reglazos en la mano, y a menudo,
dejarlo castigado dos horas después de la salida, en las cuales era obligado a
estudiar la doctrina.
Había por esos
días en el mismo plantel educativo, una pléyade de jovencitos estudiosos, que
un poco más grandes que Tití, daban
renombre y gloria al ilustre colegio. Tales eran los Montaño, Orduña, Cortés,
Manche y otros. Con estos condiscípulos el niño trató de hacer migas, pues como tomadores de clases y
encargados del registro, había que tenerlos bien a costa de poco… regalándoles cositas.
Tití
era astuto: cuando no estudiaba, ya sabía que no era acusado con don Manuel;
que si no hacía su plana o dibujo, Pepe Ruiz trabajaba por él; que si daba
guerra, Manuel Cabrera pagaba el pato.
Después de dos
años, en los cuales Tití logró
asimilar vastos conocimientos que don Manuel y Esthercita supieron
profundamente inculcarle, nuestro personaje se despedía en una bella mañana de
diciembre de sus compañeros, de esa larga sala con tres hileras de pupitres y
bancas, desde los cuales muchas veces escuchó con profunda atención la voz del
maestro, que sentado junto a su gran mesa, les hablaba de religión. Se figuró
por un momento el cuadro que a fin de año le infundía mucho miedo; veía las
respetables siluetas de los sinodales, que por dos veces lo examinaron y entre
los cuales se encontraba su padre. Vio con tristeza la fábrica de hielo por
donde ya no pasaría más. Volvió a ver por última vez el patio del colegio donde
tanto había jugado con sus amigos… y partió cabizbajo, sin poder decir adiós a
su querido maestro.
Su padre lo había inscrito en la
escuela municipal de niños, porque pensaba mandarlo a México dentro de dos años
y deseaba también que las señoritas Zárate, aumentaran el acervo de sus
conocimientos con los cuales hasta entonces contaba su hijo.
Al pisar por primera vez el umbral de
la nueva escuela, se detuvo para mirar la inscripción que estaba grabada en la
puerta: La patria será lo que su escuela.
No comprendió su significado. Se quedó atónito por un momento, y después de un
rato de meditación, se quitó el sombrero. La campana anunciaba la hora de entrada.
Subió rápidamente los escalones que conducían a las entresoladas clases y tomó
asiento en un pupitre de la segunda del medio.
¡Cuántos nuevos amigos conoció Tití en la escuela! Los Alvarado, Orea,
los Olmedo, Hugón, el Cotejo, Zárate, Ocampo… fueron sus
íntimos compañeros en los partidos de beisbol, inseparables en las sabatinas
excursiones al Ojo de San Pedro, al cerro Colorado…
Los destinos de su familia, de su
tiempo a esta parte, fueron cambiando mucho.
Aquel tehuacanero, que hacía algunos
años se le veía parado frente a la planta de luz o sentado en el zócalo
esperando la salida de las muchachas de la escuela de niñas, está hoy muy lejos
de nosotros: en París, Francia donde junto con su familia, se paseaba por los
bulevares de la ciudad Luz.
Aquel Tití que partió de su tierra para aquel extranjero país, recuerda
con cariño y gratitud los bellos paisajes de su Patria Chica.
Ve desde allá, como portentoso
espejismo, el alegre pueblito de San Nicolás Tetitzintla con sus huehues, con sus rojas granadas. Admira
en sueños la exuberante vegetación de El Riego, el fantástico camino que
conducía al manantial, donde brotaban las aguas cuya fama era casi mundial.
Recuerda con alegría el chusco laberitno, la preciosa alberca de San
Lorenzo, el imponente Cerro del Calvario, el barrio de Tula, donde muchas veces
fue con su novia para platicar de amor; y no olvida tampoco algo raro: el león
de madera que estaba en la calle de Los Patriotas y que siempre le gustó mucho,
pues como era chico, decía a su papá que así debía ser México: amarillo y muy
grandote.
Calma la sed de sus nostalgias
haciendo paralelos entre esa gran ciudad que era París y su lejana ciudad de
Tehuacán. Cuando escribía a algún amigo les decía en sus cartas muy a menudo,
que por sus nuevos rumbos no ha encontrado aún al amigo que se pareciera a
Fidel Romero, cuando éste lo dejaba entrar gratis al cine Olimpia, o a Linares
que le abría la puerta del Morelos.
Lo que veía a cada paso por todas
partes, eran a los compañeros de los Farfán y Pepe Díaz, que de guantes y
bastón, pasan las tardes en las quintas que algo se asemejan a las que hay en
las colonia Hidalgo y San Vicente.
Pero llegó el fatal día 23 de
diciembre de 1922, cuando Tití cerró por última vez sus ojos entregando su alma
al Creador en la parisina Ciudad Luz. Ahora nuestro admirado Tití
ya no volverá más a entrar a El
Comercio para saludar a don Alberto, o salir de la Tehuacanera con su paquete
de galletas, que le obsequiaba casi todos los días don Nacho Orozco.
He aquí amable lector la historia,
que fue casi es cuento, de aquel tehuacanero, de aquel Tití que pensaba en dar gloria y renombre a su tierra, pero que la
suerte quiso que no viera logrado sus anhelos.
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