Juan Manuel Gámez Andrade
Cronista de Tehuacán
LOS DIENTES DEL MONSTRUO
En la última década del siglo XIX vivía en el ex convento
de San Francisco el piadoso y célebremente admirado fray Antonio Varela y Bazán,
último vestigio de la estancia de los franciscanos en Tehuacán, a quienes se
les reconoce como los evangelizadores y creadores de la traza actual de esta
ciudad. El padre Varela fue partícipe de innumerables obras piadosas y se le
conocía como una persona de preclara inteligencia y devota humildad, pero entre
los hechos que más impresión causaban en el ánimo de este pastor figuraba su
temor por los incendios.
Fray Antonio tenía su
despacho precisamente en el lugar que hoy ocupa la entrada principal al antiguo
ex convento, o sea lo que conocemos como el atrio de la iglesia franciscana.
Impulsado por su temor a los incendios, y aunque ya tenía diversas cañerías
para dotarse del servicio de agua, pensó en mandar a abrir un pozo, de donde
obtendría el preciado líquido en mayor abundancia y “para estar preparado en
caso de algún siniestro” comentada el fraile con un dejo de preocupación, quien
presumió que con una excavación no mayor de cuarenta metros lograría su
propósito. Y tras varias consultas con gentes que comúnmente ayudaban a la
iglesia puso manos a la obra.
La perforación del pozo
había empezado a levantar la capa terrosa y cuando los límites del subsuelo
arenoso, se percataron que era demasiado duro, ya que se trataba de la piedra
conocida como tepetate, por lo que tuvo que recurrirse a una especie de ademe
para continuar con los trabajos. La horadación continuaba, pero el agua no
aparecía a pesar de los constantes rezos y ruegos de fray Antonio, quien
comprendía que esto se debía al nivel en que se ubicaba el edificio
franciscano.
Los albañiles y personas que
se habían prestado a ayudar en la obra, después de haber sacado grandes
cantidades de arena, recomendaron al sacerdote que la utilizara para construir
otros departamentos o reparar a aquellos que estaban en mal estado o casi en
ruina. En eso estaban los obreros, cuando una mañana se dieron cuenta de un
curioso hallazgo; entre varios restos de huesos fosilizados estaban dos dientes
que aparentemente eran molares; tenían como ocho o nueve decímetros de largo y
dos de diámetro.
Mucho se discutió en aquel
entonces sobre el origen e inducciones científicas a que pudiera dar lugar esa
ya para entonces célebre reliquia. De una cosa sí estaban seguros, que su
existencia databa de tiempos muy remotos, pero nada en concreto logró saberse
en ese momento. Los dientes fueron guardados celosamente por fray Antonio,
quien se negaba rotundamente a aceptar que éstos hubiesen pertenecido a algún
animal prehistórico y mucho menos a algún monstruo, como ya se había divulgado
entre la población.
Los obreros por su parte
comentaron con familiares y amigos que en la profundidad del pozo, hasta donde
avanzaban los trabajos, al bajar sentían un aire frío que recorría sus cuerpos,
para después escuchar con claridad rugidos de fieras y una especie de enormes
tumbos precedidos de fuertes temblores. Todas estas extrañas circunstancias
provocaron que los albañiles y obreros optaran por renunciar a continuar
perforando el pozo, lo cual causó tremenda contrariedad en el fraile
franciscano, quien a pesar de haberles explicado que los dientes pudieron haber
pertenecido a algún prehistórico, no logró convencerlos para que regresaran a
su trabajo.
Fray Antonio Varela hizo
este descubrimiento en el año de 1888, y a pesar de haber guardado los molares
del presunto monstruo, nunca se supo de su paradero. Posterior a este hecho la
gente que pasaba por la iglesia de San Francisco, lo hacía rápidamente, ya que
existía el temor de que escucharan al monstruo o fueran atacados por los
misteriosos dientes. Finalmente, para acabar con estos temores, se resolvió
tapar con una enorme laja de piedra, la cual quedó exactamente de lo que
después fue el foro del Teatro Salón Olimpia, que estuvo donde hoy se encuentra
el atrio del templo franciscano.
LA ALMOHADA DE
LA MUERTA
Las inconcebibles profanaciones y tremendas hecatombes que en nuestras
costumbres introdujo la revolución armada que estalló en 1910, se prestaron a
la propagación de infinidad de hechos legendarios, unas veces chuscos, otros
trágicos, macabros y hasta chocarreros. Uno de ellos sucedió en Tehuacán
durante el periodo revolucionario, exactamente en la época en que se
encontraban acantonadas las fuerzas revolucionarias comandadas por el general
Margarito Puente en El Calvario y sus anexos, que estaban prácticamente
abandonadas por su propietario, don Ambrosio del Moral.
Una vez instalados en este
místico lugar los soldados se dedicaron a realizar excavaciones a diestra y
siniestra con la intención de hallar algún tesoro o alguna timba de gente
adinerada que tenía la costumbre de sepultar a sus deudos con sus mejores galas
y sus más valiosas joyas. Cuando los soldados encontraban una lápida en las
capillas o en los cementerios con esas características, la exhumación se
imponía rápidamente, propiciando con esta acción febricitante que muchos restos
mortales, que habían sido venerados por sus familiares y por la humanidad,
cabalgasen en una vida macabramente chocarrera.
Unos figuraban trágicamente
sobre los braceros y cacharros, otros, en fatídico amontonamiento se hallaron
junto a las esteras y lechos revolucionarios y hubo otros que arrastrados por
las putrefactas carnes prolongaban más su odisea, bien llegando hasta el centro
de la ciudad, o bien en los basureros, zanjas y demás muladares de los
alrededores.
Entre los restos condenados
a esta macabra profanación figuraron los de la señora Dolores Zamacona de
Lazurtegui, cuyo ataúd con todo lujo y su forro de zinc empezó a rodar por las
escalaras de acceso a El Calvario como un guiñapo que no alcanzó a cubrir su
respetabilidad, la tan degenerada piedad humana. Cuentan que, cuando este hecho
y los demás se hicieron del conocimiento del general Puente, éste al averiguar
los sucesos, un oficial le contestó paladinamente: “Sí mi general, y por más
señas yo duermo sobre la almohada de la muerta”
Era una magnífica almohada
confeccionada con plumas de gorriones que solícitamente había sido colocada en
el ataúd por los deudos de doña Dolores. El caso fue que el soldado que la
había robado, después de haberla usado en un par de ocasiones, a la tercera
noche se despertó sobresaltado, ya que su cabeza yacía sobre una piedra, en
tanto su lujosa almohada había desparecido. Intrigado, pensando que otro
soldado se la había escondido, la buscó y grande fue su sorpresa al ver que la
almohada estaba nuevamente en el féretro de la señora Zamacona.
El soldado volvió a
sustraerla y a la siguiente noche en que plácidamente dormía abrazando la
almohada para que nadie se la quitara, fue despertado por un intenso frío que
le recorría todo el cuerpo, y cuando se incorporaba se apareció el espectro de
doña Dolores reclamándole su almohada y su derecho a descansar en paz. Al día
siguiente el general Puente fue informado que su oficial había amanecido muerto
con un macabro rictus en su rostro y abrazando una piedra en lugar de la
almohada con la que se había acostado.
Otro hecho curioso
relacionado con este caso que sucedió en El Calvario tuvo como protagonista a
don José Luis Ituarte, residente en la ciudad de México, quien tenía sepultado
en una de las capillas de este lugar los restos de su señor padre al cual le
tenía una veneración extrema. Tan pronto como supo de la depredación que había
hecho la soldadesca en este sitio, de inmediato llegó a esta ciudad y
acompañado de don Ambrosio del Moral acudió al lugar donde estaban sepultados
los restos de su progenitor, encontrándose que la lápida del sepulcro estaba
levantada, pero la profanación no se había realizado a pesar de que el cadáver
del señor Ituarte fue inhumado con costosas joyas que aún conservaba. Don José
Luis incrédulo, pero feliz regresó a la capital del país con los restos de su
padre, en tanto la gente afirmaba que la almohada de la muerta había protegido
a los demás cadáveres para evitar que los soldados los ultrajaran.
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